El barón rampante (fragmento): Italo Calvino

Había un gran silencio. Sólo se alzó un vuelo de pequeñísimos reyezuelos gritando. Y se oyó una vocecita que cantaba: Oh lá lá lá. La balançoire. Cosimo miró hacia abajo. Colgado de la rama de un gran árbol cercano se balanceaba un columpio, con una niña sentada de unos diez años.
Era una niña rubia, con un alto peinado algo ridículo para una chiquilla, un vestido azul también demasiado de persona mayor, con una falda que ahora, levantada por el columpio, rebosaba puntillas. La niña miraba con los ojos entornados, altiva, como si tuviera la costumbre de hacerse la dama, y comía una manzana a mordiscos, doblando cada vez la cabeza hacia la mano que debía al tiempo sostener la manzana y agarrarse a la cuerda del columpio, y se daba impulso clavando la punta de los zapatitos en el suelo cuando el columpio llegaba al punto más bajo de su trayectoria y escupía con fuerza los trozos de piel de manzana mordida y cantaba: Oh lá lá lá La balançoire …, como una muchachita a la que ya no le importa nada, ni el columpio, ni la canción ni ( aunque algo más) la manzana, y tiene otras cosas en qué pensar.
Cosimo desde la cima de la magnolia había bajado hasta la horcadura más baja, y ahora estaba con los pies plantados uno aquí y otro allá en dos horquetas y los codos apoyados en una rama delante de él, como en un antepecho. Los vuelos del columpio le traían a la niña justo bajo su nariz.
Ella no estaba atenta y no se había dado cuenta. De pronto los vio allí, erguido en el árbol, con tricornio y polainas.
-¡Oh¡- dijo.
La manzana se le cayó de la mano y rodó al pie de la magnolia. Cosimo desenvainó el espadín, se inclinó desde la última rama, alcanzó la manzana con la punta del espadín, la ensartó y se la tendió a la niña, que entre tanto había hecho un recorrido completo con el columpio y estaba allí de nuevo.
-Cójala, no se ha manchado, sólo está un poco magullada por un lado.
La niña rubia se había arrepentido ya de haber mostrado tanto asombro por aquel muchacho desconocido aparecido allí en la magnolia y había recobrado su aire afectado y altivo. -¿Sois un ladrón?- dijo.
-¿Un ladrón? –dijo Cosimo, ofendido; después se lo pensó mejor: sobre la marcha la idea le había gustado-. Yo sí –dijo, calándose el tricornio sobre la frente-, ¿Algo en contra?
-¿Y que habéis venido a robar?
Cosimo miró la manzana que había ensartado en la punta del espadín, y se le pasó por la cabeza que tenía hambre, que casi no había probado bocado en la mesa. –Esta manzana- dijo, y empezó a mondarla con la hoja del espadín, que tenía, a pesar de las prohibiciones familiares, afiladísima.
-Entonces sois un ladrón de fruta- dijo la niña.
Mi hermano pensó en las pandillas de niños pobres de Umbrosa, que saltaban tapias y setos y saqueaban los frutales, una ralea de muchachos que le habían enseñado a despreciar y eludir, y por primera vez pensó lo libre y envidiable que debía ser aquella vida. Eso es; quizá podía convertirse en alguien como ellos, y vivir así a partir de ahora. Sí- dijo. Había cortado en gajos la manzana y se puso a masticarla.
La niña rubia estalló en una carcajada que duró todo un vuelo del columpio, arriba y abajo. -¡Qué va¡ ¡Conozco a los chicos que roban frutan¡ ¡Son todos amigos míos¡ ¡ Y van descalzos, en mangas de camisa, despeinados, no con polainas y peluquín¡
Mi hermano se puso rojo como la piel de la manzana. El que le tomaran el pelo no sólo por la peluca empolvada, que no le gustaba, sino también por las polainas, que le gustaban muchísimo, y el ser juzgado de aspecto inferior a un ladrón de fruta, a aquella ralea despreciada hasta un momento antes, y sobre todo el descubrir que aquella damisela que hacía de ama del jardín de los De Ondariva era amiga de todos los ladrones de fruta pero no amiga suya, todas esas cosas juntas le llenaron de despecho, vergüenza y celos.
-Oh lá lá lá  … ¡Con polainas y peluquín¡ -canturreaba la niña en el columpio.
Sintió su orgullo despechado. -¡No soy un ladrón de esos que conocéis¡ -grito-. ¡No soy un vulgar ladrón¡ Lo decía para no asustaros; porque si supierais quién soy en serio, os moriríais de miedo: soy un bandido.¡ Un terrible bandido¡
La niña seguía volándole debajo de la nariz, se diría que quería llegar a rozarlo con las puntas de los pies.
-¡Qué va¡ ¿ Y dónde está la escopeta? ¡ Los bandidos llevan todos escopeta¡ ¡ O espingarda¡ ¡ Yo lo sé visto¡ ¡A nosotros nos han parado cinco veces la carroza, en los viajes del castillo a aquí¡.
-¡Pero no el jefe¡ ¡Yo soy el jefe¡  El jefe de los bandidos no lleva escopeta¡ ¡ Lleva sólo espada¡ – y adelantó su espadín.
La niña se encogió de hombros. – La niña se encogió de hombros. – El jefe de los bandidos –explicó- es uno que se llama Gian dei Grughi y viene siempre a traernos regalos, por Navidad y Pascua.
-¡Ah¡- exclamó Cosimo di Rondó, preso de una oleada de partidismo familiar-. ¡Entonces tiene razón mi padre, cuando dice que el Marqués de Ondariva es el protector de todo el bandidaje  y el contrabando de la zona¡
La niña pasó cerca del suelo, en vez de darse impulso frenó con un rápido pataleo y se bajó. El columpio vacío rebotó en el aire, en las cuerdas. -¡Bajad de inmediato de ahí¡ ¿Cómo os habéis permitido entrar en nuestras tierras?- dijo, apuntando un índice contra el muchacho, furiosa.
La niña entonces, con gran calma, cogió un abanico que estaba en una butaca de mimbre, y aunque no hacía  mucho calor se abanicó paseando de arriba abajo. –Ahora – dijo con toda calma- llamaré a los criados y haré que os cojan y apaleen. ¡Así aprenderéis a colaros en nuestras tierras¡- la niña cambiaba de tono, y mi hermano todas las veces quedaba desconcertado.
-¡Donde yo estoy no es tierra y no es vuestro¡`- proclamó Cosimo, y ya le entraba la tentación de añadir: “Y además soy el Duque de Obrosa y soy el señor de todo el territorio”, pero se contuvo, porque no le gustaba repetir las cosas que decía su padre, ahora que se había escapado de la mesa peleado con él; no le gustaba y no le parecía bien, porque aquellas pretensiones al Ducado siempre le habían parecido manías; ¿ a cuento de qué iba ahora él, Cosimo, a darse ínfulas de Duque? Pero no quería retractarse y continuó con lo primero que se le ocurrió-. Esto no es vuestro –repitió-, porque vuestro es el suelo, y si yo pusiera los pies en él entonces será alguien que se cuela. Pero aquí arriba no, y yo voy a donde me apetece.
-Ya, entonces allá arriba todo es tuyo…
-¡Claro¡ Territorio mío personal, esto es – e hizo un vago ademán hacia las ramas, las hojas a contraluz, el cielo-. Las ramas de los árboles son todas territorio mío.  Di que vengan a cogerme, ¡ si lo consiguen¡
Ahora, tras tantas fanfarronadas, se esperaba que ella se burlase quién sabe cómo. Y en cambio se mostró imprevisiblemente interesada. -¿Ah, sí? ¿y hasta dónde llega ese territorio tuyo?
-Hasta donde se consiguiese llegar andando con los árboles, por acá, por allá, al otro lado del muro, al olivar, hasta las colinas, al otro lado de la colina, al bosque, a las tierras del Obispo…
-¿Incluso hasta Francia?
-Hasta Polonia y Sajonia- dijo Cosimo, que de geografía sólo sabía los nombres oídos a nuestra madre cuando hablaba de las Guerras de Sucesión-. Pero yo no soy egoísta como tú. Yo te invito a mi territorio – ahora habían pasado a tutearse los dos, aunque era ella la que había empezado.
-¿Y el columpio, ¿ de quién es?- dijo ella, y se sentó en él, con el abanico abierto en la mano.
-El columpio es tuyo – estableció Cosimo-, pero como está atado a esta rama depende de mí. Así, pues, si estás en él, mientras tocas tierras con los pies estás en lo tuyo, si te levantas por el aire estás en lo mío.
Ella se dio impulso y voló, con las manos agarradas a las cuerdas. Cosimo saltó desde la magnolia a la gruesa rama que sostenía el columpio, y desde allí agarró las cuerdas y se puso a balancearrla.  El columpio subía cada vez más alto.
-¿Tienes miedo?
-Yo no. ¿Cómo te llamas?
-Cosimo… ¿Y tú?
-Violante, pero me llaman Viola.
-a mí me llaman también Mino, porque Cosimo, es nombre de viejo.
-No me gusta.
-¿Cosimo?
-No, Mino.
-Ah…Puedes llamarme Cosimo.
-¡Ni por asomo¡ Oye, tú, debemos dejar las cosas claras.
-¿Cómo dices? – dijo él, que seguía desconcertándose a cada momento.
– Digo: yo puedo subir a tu territorio y soy un huésped sagrado, ¿vale? Entro y salgo cuando quiero. Tú en cambio eres sagrado e inviolable mientras estés en los árboles, en tu territorio, pero como toques el suelo de mi jardín te conviertes en mi esclavo encadenado.
-No, yo no bajo a tu jardín y tampoco al mío. Para mí todo es territorio enemigo por igual. Tú vendrás aquí arriba conmigo, y vendrán tus amigos que roban fruta, quizá también mi hermano Biagio, aunque es un poco cobarde, y haremos un ejército sobre los árboles y reduciremos a la razón la tierra y sus habitantes.
– No, no, nada de eso. Deja que te explique cómo están las cosas. Tú tienes el dominio de los árboles, ¿vale?, pero si tocas una vez tierra con un pie, pierdes todo tu reino y te conviertes en el último de los esclavos. ¿Entendido? Incluso si se te rompe una rama y caes, ¡lo pierdes todo¡
-Jamás me he caído de un árbol en mi vida¡
-Bueno, pero si caes, si caes te conviertes en cenizas y te lleva el viento.
-Cuentos. Yo no bajo al suelo porque no quiero.
-Oh, qué aburrido eres.
– No, no, juguemos. Por ejemplo ¿podré estar en el columpio?
-Si consigues sentarte en el columpio sin tocar tierra, si.
Junto al columpio de Viola había otro, colgado de la misma rama, pero enganchado arriba con un nudo en las cuerdas para que no chocasen. Cosimo se dejó caer desde la rama agarrado a una de las cuerdas, movimiento en el que era experto porque nuestra madre nos hacía hacer muchos ejercicios gimnásticos, llegó al nudo, lo deshizo, se puso de pie en el columpio y para darse impulso desplazó el peso del cuerpo doblándose por las rodillas  y lanzándose hacia delante. Así se empujaba cada vez más alto. Los dos columpios iban uno en un sentido y otro en el otro, llegaban a la misma altura, y se cruzaban a la mitad del recorrido.
-Si te sientas y te das impulso con   los pies, llegas más arriba- insinuó Viola.
Cosimo le hizo una mueca.
-Baja a empujarme, sé bueno- dijo ella, sonriéndole, amable.
_No, habíamos dicho que no debía bajar a ningún precio…-y Cosimo seguía sin entender nada.
-Sé amable.
-No
-¡ Ja, ja¡ Estabas a punto de picas. ¡Si llegas a poner un pie en el suelo lo pierdes todo¡- Viola bajó del columpio y empezó a  dar ligeros empujones al columpio de Cosimo-. ¡Huy¡ -había agarrado de repente el asiento del columpio donde mi hermano tenía los pies y lo había volcado. ¡ Por suerte Cosimo se sujetaba muy fuerte a las cuerdas¡ ¡Si no, habría caído al suelo como un tonto¡
-¡Traidora¡ – gritó, y trepó hacia arriba, sujetándose a las dos cuerdas, pero la subida era mucho más difícil que la bajada, sobre todo con la niña rubia que estaba en un o de sus momentos malignos y tiraba desde debajo de las cuerdas en todas direcciones.
Por fin alcanzó la rama gruesa, y se puso a horcajadas. Con la corbata de encaje se enjugó el sudor del rostro. -¡Ja, ja¡ ¡No lo conseguiste¡
-¡Por un pelo¡
-Pero yo creía que eras mi amiga.
-¡Creías¡ – y volvió a abanicarse.
-¡Violante¡- prorrumpió en ese momento una aguda voz femenina.- ¿Con quién estás hablando?
En la escalinata blanca que llevaba a la villa había aparecido una señora. Alta, flaca, con una falda anchísima,; miraba con impertinentes. Co0simo se retiró entre las hojas, intimidado.
-Con un joven, ma tante –dijo la niña-, que ha nacido en la cima de un árbol y por un encantamiento no puede poner los pies en el suelo.
Cosimo, todo rojo, preguntándose si la niña hablaba así para burlarde de él delante de la tía o para burlarse de la tía delante de él, o sólo por seguir el juego, o porque no le importaba nada ni él, ni la tía, ni el juego, se veía escrutado por los impertinentes de la dama, que se acercaba al árbol como para contemplar a un extraño papagayo.
-Uh, mais c´est un des Piovasques, ce jeune homme, je crois. Viens, Violante.
Cosimo ardía por la humillación: haberlo reconocido con aquel aire tan natural, sin siquiera preguntarse por qué estaba allí, y haber llamado de inmediato a la niña, con firmeza pero sin severidad, y Viola que dócil, sin volverse, seguía la llamada de la tía; todo parecía dar a entender que él era una persona sin importancia, que casi ni existía. Y así aquella tarde extraordinaria se hundía en una nube de vergüenza.
Pero de pronto la niña hace un gesto a la tía, la tía baja la cabeza, la niña le dice algo al oído. La tía vuelve a apuntar los impertinentes sobre Cosimo. –Y bien, señorito- le dice-, ¿quisiera aceptar una taza de chocolate? Así nos conoceremos también nosotros- y mira de reojo a Viola-, en vista de que ya es amigo de la familia.
Cosimo se quedó allí mirando a tía y sobrina muy sorprendido. Le latía fuerte el corazón. Nada que le invitaban los De ondavira y De Umbrosa, la familia más engreída de la zona, y la humillación de un momento se transformaba en desquite, y se vengaba de su padre al ser acogido por adversarios que siempre lo habían mirado de arriba abajo, y Viola había intercedido por él, y él era aceptado oficialmente como amigo de Viola, y jugaría con ella en aquel jardín distinto de todos los jardines. Todo esto sintió Cosimo; pero, al mismo tiempo, una sensación opuesta, aunque confusa: una sensación hecha de timidez, orgullo, soledad, pundonor; y con estos sentimientos encontrados mi hermano se agarró a la rama que tenía encima, trepó, se desplazó a la parte más frondosa, pasó a otro árbol, desapareció.
 
Italo Calvino
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